En los amaneceres de las pantallas de cine asomó un silencio que solo fue posible desterrar a fuerza de notas musicales, y un poco más tarde, por los charlatanes que trataban de ilustrar la acción con unas palabras olorosas a fórmulas repetidas que funcionaban como sucedáneas de los sonidos que se negaban a brotar de los labios de los actores.
Los inter-títulos colocados a modo de diálogos no llegaban a cumplir su cometido pues su triste brevedad era un obstáculo expresivo que apenas llegaba a un balbuceo de dudosa utilidad, hipnotizado como estaba el público con el nuevo medio que adormecía sus cerebros y los encaminaba por los senderos de la ficción animada.
Los cineastas se vieron obligados a desarrollar un lenguaje visual que sustituía las palabras por elipsis, planos, ángulos, movimientos y muchos elementos más, arribando al uso de sofisticados códigos narrativos para comunicar sus contenidos, en donde el ojo primaba sobre los otros sentidos.
La llegada del cine sonoro truncó esos elaborados procesos visuales porque la mecánica de filmación con pesados equipos de audio obligaba a una inmovilidad de la cámara. Y de esos lenguajes que interactuaban de manera efectiva con los espectadores, hubo que reeducar a los nuevos cinéfilos en una técnica que ya iniciaba lo audiovisual de manera integral.
El mejor dialogo es, como lo apunta Fernando Trueba, aquel que emana de la realidad, en donde el personaje se expresa como lo haría un ser humano de carne y hueso, exiliando a esos parlamentos ampulosos y estentóreos que pecan de una falsedad extrema, en los linderos de un crimen de lesa humanidad.
Hace mucho rato que vengo expresando mi inconformidad con la naturalidad de los diálogos en muchas películas dominicanas, pues creo que no hablan como lo hacen las personas en su cotidianidad, no me convence esa forma novelesca o teatral de conversar, pues lamentablemente las personas de este país, aun las más educadas, no hablan de forma tan artificial.
El hablante dominicano no se expresa como cantante de dembow, jugador de beisbol, delincuente o diva de telenovela de medio pelo, para no abundar mucho en las caracterizaciones más comunes que aparecen en nuestros filmes y que difícilmente funcionen en otros países, y mucho menos le permitan dar una idea real de la idiosincrasia de nuestro pueblo.
Los diálogos que trascienden, aquellos que repetimos una y otra vez , surgen de la organicidad de los personajes, como aquel de Robert de Niro en TAXI DRIVER-1976-, cuando el taxista repite como un poseso: “You are talking to me, you are talking to me?”. No estamos viendo a un actor recitando sus parlamentos, estamos ante la presencia de un trastornado real hablándonos a nosotros.
Un buen dialoguista no es amigo de las formulas, puesto que en el momento en que reconoces un patrón o un estilo de escribir, ahí muere lo auténtico, las palabras debe soplárselas el personaje al guionista que funciona como médium, repitiendo las voces que suenan en su cabeza, hablando con voz prestada, nunca con la suya propia.
Los malos diálogos atragantan a los actores, los incomodan y los añugan. Para decirlo en dominicano, las palabras tropiezan en su lengua y caen de bruces al suelo conversatorio, revelando así su fallida estructura que debe ser modificada so pena de perderse en el camino que va a la ermita fílmica.
Como lo dijo ese grande del cine, Preston Sturges: “El dialogo son esas cosas brillantes que te gustaría haber dicho pero que en el momento no se te ocurrieron”. Cualquier parecido con la vida real y con películas lamentables es pura coincidencia, porque de vez en cuando nos topamos con unos parlamentos que mejor hubiese sido hacer una película muda.
La variedad en la escritura dialogística es amplia, y funciona tanto en lo que oculta, lo que calla y lo que dice o como se dice. Esas formas son dictadas por la naturaleza del personaje, del tema fílmico o de la interacción entre diversos personajes, que dan vida a conversaciones de una riqueza que la mayoría de veces no estaba incluida en el texto o pensada por el guionista. Son descubrimientos que enriquecen y redondean una película.
De Cantinflas a Woody Allen, sin dejar fuera a Pepe Isbert, aparecen personajes con esas conversaciones en forma de catarata, verborreicos y nerviosos, que nos aturden, nos hacen reír o sonreír por lo absurdas de sus palabras o por las formas que toman esas palabras en la boca de ellos, sumando significados sin perder profundidad.
Sin embargo, la construcción clásica privilegia la pureza, el diálogo por el diálogo. Aquí los personajes, el tema y la acción están al servicio de las palabras, encadenados a ellas, como en las películas de ese genio llamado Billy Wilder, el pequeño maestro vienés, que construía la acción alrededor de las conversaciones, con la ambigüedad y la malicia como centro dramático.
Por más tentador que sea escribir de manera ingeniosa y brillante, si esas palabras no se corresponden con el tema, si no hacen que la acción progrese, o no surgen de la naturaleza del personaje, nunca será una buena pieza de conversación cinematográfica, y mucho menos será recordada por el público o los medios especializados, como no sea para señalar su imperfección.
Si pasamos revista mental a las películas que nos gustan, recordaremos en el peor de los casos, una frase, aunque sea solo una, no importa si es RICK diciéndole a LOUIS al final de CASABLANCA: “Este es el inicio de una gran amistad”. O Clint Eastwood en HARRY EL SUCIO, espetándole al delincuente: “C´mon, make my day!”. Grandes líneas dichas en películas quizás no tan grandes, pero de mucho alcance popular.
Probablemente una de las más grandes equivocaciones es pensar que la comedia es un género al que basta con dejar caer unos cuantos chistes de entre diálogos de bajo calado y ¡Voilá! ¡Ya está! Eso explica el bajo nivel de ciertas comedias locales y su nula trascendencia allende los mares, o en un público que esté por encima de la media que usualmente consume esas películas.
La clave para construir buenos diálogos es algo más que hilvanar frases ingeniosas o profundas en personajes de gran relevancia, es más importante articular un universo discursivo para cualquier género, grupo o un personaje en particular, encadenando acción y conversación en ese todo que es una película.
El dialogo, o la falta de él, es un componente esencial de las artes cinematográficas que se fusiona con los demás elementos, para redondear, para definir la sicología de los personajes, para hacer avanzar la acción y dar solidez al discurso narrativo, donde la palabra y sus significados son la esencia del esqueleto audiovisual.