Cruzar la senda del idioma hablado al escrito, y más tarde, al guión cinematográfico, es como aventurarse en un safari por las tupidas selvas de África, pobladas de secretos, animales salvajes y peligros inimaginables.
El retorcido sentido que se asigna al espectáculo, actual o pasado, lo convierte en una fábrica de lelos, degustadores de monos amaestrados y otras tonteras por el estilo, confundiendo entretenimiento con idiotización.
Otras amenazas más sutiles o escandalosas, según la ocasión, acechan agazapadas por los caminos de la creación artística. Una de ellas, venenosa como las armas químicas o la radioactividad, es la corrección política, la forma de censura inventada para estos tiempos digitales.
El crítico Harold Bloom cataloga ese multiculturalismo como una influencia empobrecedora, reduciendo la estética a pura ideología. Esto, debido a que entiende que la obra debe disfrutarse primero como goce estético, reconociéndole su valor social, pero si no entretiene se quedara en panfleto, en mera propaganda.
Los resultados fílmicos no pueden diferir de lo que vemos y escuchamos en las aulas, las casas o los lugares donde nos entretenemos. Por tanto, lo vertido en las pantallas es el producto de una siembra desbalanceada, de privilegiar lo visto sobre lo escrito y su complemento, el análisis. Ahí está el quid del asunto.
¿Cuál es el talón de Aquiles de nuestro cine, de nuestros cines? El guión. ¿Que la pobreza expresiva de las palabras se nota a leguas en nuestras producciones fílmicas? ¿Que esos diálogos parecen haber sido escritos por y para personas con carencias de formación? Me pregunto: ¿Y usted esperaba otra cosa? La verdad que yo no.
Las quejas sobre directores omniscientes y productores todólogos que invierten excesivamente en todo, excepto en los guiones, recorren los continentes, como el fantasma aquel descrito por Carlos Marx, para desgracia de los espectadores que son decepcionados una y otra vez.
El desprecio hacia la profesión del guionista en estos cines nuestros camina parejo a la filmación de películas de usar y tirar, en productos precederos, con tiempos insuficientes para cruzar fronteras y entenderse con públicos más amplios. Si el cine nuestro no se comunica con los espectadores más próximos, menos lo hará con los de otras culturas y costumbres.
El guionista como creador carece de un respeto que si recibe en las series de TV. Allí goza de un status envidiado por aquellos que solo escriben para el cine. Por esta vez, la denostada televisión le gana el pulso a la cinematografía, y eso se ve en los resultados de las series que atraen a los grandes públicos porque ofrecen entretenimiento, profundidad y buena factura estética.
Si en las industrias establecidas el problema es grave, imagínense en las nuestras, donde todo estar por hacer. Aquí la situación es de más cuidado, pues los gremios pertinentes no tienen la fortaleza de aquellos, aunque hace el reto más interesante, un cine en construcción es un mar de posibilidades.
¿Cuál es la queja generalizada que se escucha de los espectadores? Una cierta endeblez de las historias, los diálogos se escuchan irreales, ausencia de buenas atmosferas, etc. Elementos que conspiran todos para impedir el pleno disfrute de una obra cinematográfica.
Como la genialidad no crece silvestre, y aún no vemos a superdotados en los horizontes, sería deseable que nuestros directores se acerquen a guionistas de calidad, para apropiarse de textos mejor escritos, pensados y planeados, que producirán mejores películas, más fluidas y entretenidas. Aquí los hay.
Es un error tratar de reducir costos a partir de buscar guiones escritos por filibusteros y fabricantes de historias en serie, y en el peor de los casos, elaborados por directores sin esa habilidad o productores enganchados a un arte tan exigente.
Se puede acudir a muchas excusas, pero una de las más perversas que he oído por estas tierras es que no tenemos suficientes guionistas, una falsedad del tamaño de las torres Petronas en Malasia. Tan poco creíble porque encontramos muchos hacedores de textos fílmicos que se quejan de recibir poquísimas propuestas u ofertas tan ridículas que puede pensarse que son hechas para ser rechazadas.
Ese complejo de Conejo Bugs, de hacerlo todo, debe desaparecer del cine dominicano y de la industria alrededor del mundo. Si su habilidad es de director, productor o director de fotografía, para citar algunos casos, no trate de hacerse el listo, contrate un guionista para que su proyecto inicie con buen pie, porque lo que se ahorra en él, lo perderá en espectadores.
Existe un refrán que dice que lo barato sale caro. Haciendo caso a la sabiduría popular, si usted invierte poco en un guión, pasando por alto o acelerando los procesos investigativos y de construcción de personajes, sometiendo la trama a un microondas, lo que saldrá de ahí será una historieta, en el peor sentido de la palabra.
Si va a comprar un guión asegúrese de que se establezca un ambiente de entendimiento con el autor, aclarando términos y condiciones. Recuerde que esos niveles de complicidad estética con los guionistas producen magníficos resultados.
Si el texto fílmico es la base, el esqueleto para asegurar una correcta andadura de la película, el director debe asegurase que esté libre de vicios de construcción, que no cojee por ningún sitio, evitando afectar la salud del ritmo narrativo del filme.
Cuando la estructura del guion es sólida, reforzada con las varillas de los diálogos, la atmosfera y las situaciones, la película resistirá el ritmo de los temblores críticos, aunque sean más fuertes que el terremoto que devastó a Katmandú.
El cineasta es como Moisés, que cuenta con las tablas de los Diez Mandamientos -guión-, para guiar al pueblo de Israel -crew-, hacia la tierra prometida -las salas-, donde el espectador aguarda su maná fílmico para alimentar su espíritu hambriento de sueños y fantasías.