De manera sorprendente, sin que antes se hubiese advertido, hay notables similitudes en la trayectoria política de Juan Bosch y Jean-Bertrand Aristide. Bosch, por ejemplo, fue electo en diciembre del 1962, como el primer presidente democrático dominicano, con más del 60 por ciento de los votos, luego de treinta años de dictadura de Rafael Leónidas Trujillo.
Tomó posesión en el mes de febrero del año siguiente, y siete meses después, en septiembre de 1963, fue derrocado mediante un golpe de Estado militar.
Igual ocurrió con Aristide. Este fue electo en diciembre de 1990, con más del 60 por ciento de los votos, como el primer presidente democrático haitiano, luego de una dictadura de casi treinta años de los Duvalier. Asumió su mandato en el mes de febrero del 1991, y siete meses después, en septiembre de ese mismo año, fue depuesto mediante un golpe de Estado militar.
Las razones de ambos golpes de Estado resultan también más o menos análogas. Bosch, un líder nacional popular, con una agenda de reformas sociales radicales, encontró la resistencia de una oligarquía conservadora, ansiosa de poder.
Aristide, un antiguo sacerdote salesiano, portavoz de la teología de la liberación, quien representaba una esperanza de profundos cambios democráticos y de desarrollo económico y social, era contemplado con gran recelo y suspicacia por las élites tradicionales del poder económico y militar.
Pero hasta ahí las semejanzas. Lo que resulta luego es la reacción de los Estados Unidos y de la comunidad internacional con respecto a la realización de esos golpes de Estado en la República Dominicana y Haití, y la eventualidad del retornos de éstos al poder.
Entre uno y otro acontecimiento transcurre un período de 28 años, es decir, toda una generación, o un ciclo político; y en esa etapa se produce una transformación en el sistema político mundial que es donde se encuentra la clave para comprender la diferencia de conducta de la comunidad internacional frente a esos dos acontecimientos ocurridos en ambos lados de la isla Hispaniola.
Con respecto al derrocamiento del gobierno de Juan Bosch, la reacción inicial del gobierno del presidente John F. Kennedy, fue la de deplorar la realización del golpe de Estado, romper las relaciones diplomáticas con el gobierno de facto y suspender la ayuda económica y militar.
Pero dos meses después del golpe contra Bosch, en noviembre de 1963, el presidente Kennedy caía abatido por las balas de un fusil, en las calles de Dallas, Texas. Su sucesor, Lyndon B. Johnson, quien había asistido a la ceremonia de toma de posesión del presidente Bosch, al mes de ocupar la Casa Blanca reconoció al Triunvirato y restableció las relaciones diplomáticas.
Podría considerarse que el presidente Johnson adoptó ese cambio de actitud del gobierno de los Estados Unidos sobre la base de que se trataba de un fait accompli, esto es, de un hecho cumplido, del cual ya nada podía hacerse.
Sin embargo, lo cierto es que a pesar de que el presidente Bosch había tenido, a lo largo de su carrera política, una conducta democrática ejemplar, en determinados círculos de poder de los Estados Unidos había la suspicacia, alimentada por ciertos sectores conservadores de la vida nacional, de que tenía inclinaciones comunistas o era muy flexible con respecto a éstos.
Lo que han venido a revelar los documentos desclasificados del gobierno de los Estados Unidos, con respecto a este tema, es que desde la Embajada norteamericana en la República Dominicana, había posiciones ambiguas.
Por un lado estaba el embajador John Bartlow Martin, en cuyos informes se observa el propósito de tratar de preservar el apoyo de Washington al gobierno dominicano, a pesar de ciertas críticas al estilo de ejercicio gubernamental.
Para eso, incluso, viajó a la capital norteamericana, poco antes del golpe, tratando de conquistar respaldo a su punto de vista en diversas agencias y departamentos del gobierno de su país. Finalmente, se entrevistó hasta con el presidente Kennedy, quien le escuchó con atención, pero al momento de la despedida, le manifestó con sutil humor, pero velada advertencia, lo que sigue. Dijo: “No quisiera que Ud. se convierta en el Earl T. Smith de mi administración”.
Earl T. Smith había sido el último embajador de los Estados Unidos en Cuba, antes del triunfo de la Revolución en 1959, y con su mensaje lo que Kennedy le estaba expresando a su representante diplomático, es que no quería que la República Dominicana se convirtiera en una segunda Cuba.
Contrario al embajador Martin, los cables e informes de la CIA y de los miembros de la misión militar, MAAG, eran completamente desfavorables a la figura del presidente dominicano, sobre quien albergaban dudas y vertían el juicio de que en el mejor de los casos resultaba impredecible.
La lógica de la Guerra Fría, de la lucha contra el comunismo y el peligro de la Revolución cubana era lo que predominaba para aquella época; y ese fue el criterio que prevaleció, cuando diecinueve meses después del golpe de Estado, con motivo de la Revolución de Abril de 1965, los Estados Unidos intervinieron militarmente en la República Dominicana, impidiendo el retorno al poder de un gobierno elegido democráticamente, bajo el criterio de evitar una segunda Cuba, o la instauración de un régimen comunista.
En el caso del golpe de Estado militar contra el gobierno del presidente Jean-Bertrand Aristide, el 29 de septiembre de 1991, el gobierno de los Estados Unidos, además de condenar el golpe, congeló los fondos del gobierno haitiano y de los líderes de la asonada militar; prohibió la exportación de dispositivos militares y policiales al país caribeño; y se propuso como objetivo el retorno de Aristide al poder.
Por su parte, el Consejo Permanente de la OEA reaccionó inmediatamente y emitió la Resolución 1080, en virtud de la cual se condenaba el golpe y se acordaba la celebración de una reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores para los días inmediatos.
En esa reunión de Ministros de Relaciones Exteriores, se decidió reconocer a los representantes designados por el gobierno constitucional del presidente de Jean- Bertrand Aristide como los únicos representantes legítimos del gobierno de Haití ante los órganos, agencias y entidades del sistema interamericano.
Se recomendó, además, una suspensión de las relaciones diplomáticas con el gobierno militar del general Raoul Cedras; poner fin a la ayuda económica y militar a Haití; y proceder a una ruptura de las relaciones comerciales.
La razón de ese cambio de actitud se debió a que como consecuencia del fin de la Guerra Fría, desde fines de la década de los ochenta y principios de los noventa, y al proceso de transición democrática llevada a cabo en América Latina y el Caribe, desde fines de los años setenta, el comunismo había dejado de ser un anatema.
Fruto de eso, de lo que se trataba entonces era de fortalecer y consolidar las instituciones democráticas. Por eso motivo, la propia OEA experimenta una renovación, y adopta una actitud más activa y resuelta en contra de los golpes de Estado.
En 1990, por ejemplo, había creado una Unidad para la Democracia, y en junio de 1991 suscribe el llamado compromiso de Santiago con la Democracia y la Renovación del Sistema Interamericano, el cual significó un cambio radical con respecto a su concepción de defensa colectiva de la democracia.
Esos cambios institucionales dentro del sistema interamericano estaban teniendo lugar en el preciso momento en que se intentaba revertir el proceso democrático con golpes de Estado en Haití, Perú, Guatemala y Surinam.
Haití fue el primer país donde los nuevos mecanismos institucionales de no reconocimiento a los gobiernos surgidos de una interrupción del orden constitucional fueron puestos en práctica. En el proceso, por supuesto, hubo muchas dificultades y tensiones. De hecho, diversos acuerdos de resolución del conflicto fueron abortados. Los militares golpistas se resistían a abandonar el poder.
Al final, sin embargo, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, bajo solicitud de los Estados Unidos, autorizó una intervención militar en la patria de Toussaint L´Ouverture.
Y fue así, de esa manera, como el 15 de octubre de 1994, luego de tres años en el exilio, Jean-Bertrand Aristide retornaba como presidente legítimo y constitucional de la República de Haití.
El tiempo y los cambios en el ámbito internacional determinaron los diferentes comportamientos adoptados por los Estados Unidos y la comunidad internacional frente a dos acontecimientos políticos de la misma naturaleza.