Hablan los hechos

Presintió la muerte y no se equivocó. El 24 de marzo de 1980 un disparo certero le perforó el corazón mientras oficiaba una misa en la capilla de un hospital, justo cuando levantaba las manos para bendecir el cáliz. Dicen que se agarró del altar, haló el mantel y cayó a los pies del Cristo crucificado.

El muerto era Oscar Arnulfo Romero, Arzobispo de San Salvador, El Salvador, un humilde hijo del pueblo que estremeció los cielos al denunciar con singular energía y perseverancia los atropellos y las violaciones de los derechos de los obreros y los campesinos cometidos desde las instancias del poder político, carente entonces de la más mínima legitimidad.

“Como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección: si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”, dijo en clara advertencia a la dictadura y sus escuadrones de la muerte. Tampoco en esto se equivocó. Monseñor Romero, inmortal, camina desde el momento de su partida junto a los pueblos de América erigido en símbolo de la verdad y de la justicia.

Hijo de un telegrafista y un ama de casa, descubrió a temprana edad su vocación sacerdotal. Con apenas 13 años, en 1930, ingresó en seminario de San Miguel y en 1937 en el de San José de la Montaña. Ese mismo año viajó a Roma para continuar sus estudios de teología en la Pontificia Universidad Gregoriana. Allí también le sorprendió la guerra a este nombre que, en sus años de plena consciencia como ser humano, prácticamente nunca vivió en ambiente de paz en su país de origen. Regresó a El Salvador en 1943, ya ordenado sacerdote, siendo nombrado párroco en Anamorós, ciudad del Departamento La Unión.

En 1968 fue nombrado secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador y en abril de 1970 el papa Pablo VI, su antiguo profesor, lo designó Obispo Auxiliar de San Salvador. El 15 de octubre de 1974 fue nombrado obispo de la diócesis de Santiago de María, en el Departamento de Usulután. Finalmente, el 3 de febrero de 1977, Pablo VI lo nombró Arzobispo de San Salvador, sucediendo a monseñor Luis Chávez y González.

Para entonces El Salvador vivía en un clima de gran agitación debido a la falta de libertades y la enorme brecha social. Con una extensión territorial de apenas 20,742 kilómetros cuadrados, la mayor parte de la tierra cultivable estaba en manos de unas cuantas familias. En el “Pulgarcito de América”, como le llaman también a El Salvador, el 10 por ciento de la población concentraba entonces el 80 por ciento de las riquezas.

Con la llegada al poder en 1931 del general Maximiliano Hernández Martínez, quien derrocó al presidente Arturo Araujo y se afianzó en la presidencia tras sofocar a sangre y fuego una rebelión campesina contra los abusos y las desigualdades, con un saldo de 30 mil muertos, el país centroamericano inició una etapa de sucesión de gobiernos militares que se extendería hasta 1979, que es cuando cobra fuerza en América Latina el proceso de democratización que se inició con el triunfo del PRD en República Dominicana el año anterior.

El 20 de febrero de 1977, cuando monseñor Romero no había tomado aún posesión como nuevo Arzobispo, se celebraron elecciones presidenciales. El Consejo Central de Elecciones declaró ganador al General Carlos Humberto Romero Mena, candidato del Partido de Conciliación Nacional (PCN), que llevaba ya 15 años en el poder. Pero la oposición, agrupada en la coalición Unión Nacional Opositora (UNO), que postuló a la presidencia al ex alcalde de San Salvador, José Napoleón Duarte, denunció un fraude electoral de proporciones colosales y convocó una manifestación de protesta que fue brutalmente reprimida.

Ya instalado en el poder, el general Romero Mena respondió a los reclamos de la oposición decretando el Estado de sitio por 30 días y reforzando la política represiva de su antecesor contra los grupos políticos opositores y las distintas organizaciones obreras, campesinas y religiosas. Sobresalieron por la fiereza de sus acciones en esta nueva orgía de sangre los grupos paramilitares conocidos como los escuadrones de la muerte, sobre todo la temible Organización Democrática Nacionalista (ORDEN), creado en 1961 para combatir al movimiento campesino organizado.

En el marco de esta campaña represiva fueron asesinados cuatro sacerdotes católicos. Los biógrafos de Monseñor Oscar Arnulfo Romero coinciden en señalar que el asesinato el 12 de marzo de 1977 del Padre Rutilio Grande, su amigo íntimo, junto a dos campesinos en Aguilares, municipio del Departamento de San Salvador, le marcó definitivamente. El hecho habría empujado al prelado católico, tenido como un conservador, a abrazar la teología de la liberación y a endurecer sus posiciones frente a la dictadura.

Está claro que desde antes de ese hecho, que indiscutiblemente laceró su alma, el prelado católico venía condenando las acciones represivas contra cristianos y laicos. Por ejemplo, el 10 de febrero de 1977, dijo: “El gobierno no debe tomar al sacerdote que se pronuncia por la justicia social como un político subversivo, cuando éste está cumpliendo su misión en la política de bien común”.

Pero ya a finales de 1977 monseñor Romero proclamaba que “La misión de la Iglesia es identificarse con los pobres, así la Iglesia encuentra su salvación”.

El jefe de la Iglesia Católica salvadoreña terminó asumiendo un claro compromiso con la causa de los desposeídos que lo llevó a enfrentar a la casta oligárquica que atesoraba el grueso de las riquezas del país y que por décadas venía ejerciendo el poder político con manos de hierro.

Su mensaje no era solo de condena de los excesos, sino que con frecuencia incluía también un llamado a la acción. “Las mayorías pobres de nuestro país -dijo- son oprimidas y reprimidas cotidianamente por las estructuras económicas y políticas de nuestro país… El mundo de los pobres nos enseña que la sublimidad del amor cristiano debe pasar por la imperante necesidad de la justicia para las mayorías y no debe rehuir la lucha honrada. El mundo de los pobres nos enseña que la liberación llegará no sólo cuando los pobres sean puros destinatarios de los beneficios de gobiernos o de la misma Iglesia, sino actores y protagonistas ellos mismos de su lucha y de su liberación desenmascarando así la raíz última de falsos paternalismos aun eclesiales”.

La labor pastoral de monseñor Romero a favor de los desposeídos y en contra de la opresión fue sostenida y muy resuelta, como lo demuestra su famosa homilía del Domingo de Ramos de 1980, la última de su carrera eclesial. En esa ocasión hizo el siguiente llamado al ejército salvadoreño:

“Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles… Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: ‘No matar’. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Y una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!

Un día después de tan enérgico y desafiante llamado, monseñor Romero fue asesinado. El hecho, que conmocionó a la sociedad salvadoreña y al mundo, desató una guerra civil que duró 12 años.

La oposición política de izquierda, que había conformado distintos grupos guerrilleros a lo largo de los años 70s, se unificó el 10 de octubre de 1980 en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. La coalición agrupó a las organizaciones político-militares Fuerzas Populares de Liberación Farabundo Martí (FPL), Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), Resistencia Nacional (RN) y Partido Comunista Salvadoreño (PCS). Un poco más tarde se incorporó a la alianza el Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (PRTC).

La guerra que se inició ese año culminó en 1992 con la firma de los acuerdos de paz de Chapultepec, dejando un saldo de 75,000 muertos y desaparecidos. En cumplimiento de estos acuerdos, Naciones Unidas conformó una Comisión de la Verdad para esclarecer los crímenes más graves cometidos durante la guerra, la cual señaló como autor intelectual del asesinato de monseñor Romero a Roberto d’Aubuiosson, un militar y político que dirigió el organismo de seguridad y llegó a presidir la Asamblea Nacional.

Este tenebroso personaje fue el creador de los escuadrones de la muerte salvadoreños y el fundador del partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), que gobernó el país desde 1989 hasta el 2009, cuando fue derrotado en las elecciones por el FMLN.

Una investigación patrocinada por el gobierno del FMLN que presidió el periodista Mauricio Funes determinó que el autor material del asesinato de Monseñor Romero fue el subsargento de la Guardia Nacional Marino Samayor Acosta, quien admitió que la orden para cometer el crimen la recibió del mayor d’Aubuisson. Recibió como recompensa el equivalente a 114 dólares.

35 años después de su asesinato, la Iglesia Católica, en acto de justicia, beatificó al obispo mártir, símbolo de la lucha por los derechos humanos. Desde el momento mismo de su muerte los pueblos del continente lo acogieron como San Romero de América.

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