Opinión

El interés de categorizar las obras de arte ha existido desde los orígenes mismos de este efluvio de la sensibilidad humana; y como a todas las realizaciones se les asigna un valor material -además del estético-, el filtro son los intereses prevalecientes en nuestra sociedad la cual es incapaz de entender o de aceptar los valores desinteresados del creador artístico.

El visionado de tales obras -que no abundaban por la ausencia de grandes medios de producción o difusión-, se tornaba difícil o tortuoso por ser propiedad de la nobleza o de la iglesia, y se restringía su acceso a las clases sociales más bajas.

La calidad o la trascendencia del bien artístico disfrutado por el pueblo estaba a una gran distancia de lo que se encontraba a los ojos de los sectores más poderosos, quienes solo en ocasiones de celebraciones o días especiales ponían estas obras de arte al alcance de los ciudadanos comunes.

No fue sino hasta la llegada de la imprenta en que se produjo una cierta masificación del arte. Antes de eso hasta las copias eran de trabajosa difusión, pues es de todos sabido que a menor cantidad de obras, su valor aumenta. Esos exiguos ejemplares son más valiosos en razón de los códigos de comercio y de relevancia social, pero nada tienen que ver con su calidad o trascendencia estética.

El hecho de que un cuadro, estatua o película sea premiada nada nos dice de la validez de su mensaje, independientemente de la idoneidad de los jueces -que pueden ser más o menos duchos en la materia-, lo cual no le asegura a la obra un pase válido para la eternidad. ¿Quién le iba a decir a Leonardo que una obra como La Monalisa, un retrato de una mujer de tímida sonrisa, llegaría hasta hoy con una enorme valoración?

«El tiempo/ el implacable/ el que pasó/ solo una huella triste nos dejó»…, canta Pablo Milanés. Eso es lo que les pasa a obras multi premiadas, las que tras sus cinco minutos de fama se diluyen en las brumas de los archivos hasta que alguien las rescata para darse cuenta que los ecos de su mensaje se han extinguido.

La aprobación que puede dar el jurado de un festival es efímera si la película no puede sostenerse con sus propios méritos. ¿Cuántas de las galardonadas en el famosísimo Festival de Cannes recordamos dos o tres años después? Lo mismo pasa en San Sebastián, Berlín, Venecia o Toronto, festivales clase A, con jueces de enorme prestigio y con una difusión sin límites.

Los premios son excelentes para el ego y de enorme ayuda para la publicidad del filme o de las figuras que participan en él. Los escasos personajes de este mundo que se permiten expresar sus opiniones sobre la pertinencia o no de recibirlos, como lo ha hecho el actor inglés Tom Hardy, y mucho menos rechazarlos como hizo Marlon Brando. En ambos casos estuvieron de por medio Los Oscar.

Un caso que levantó bastante escándalo fue la broma que hizo Luis Buñuel al sugerir que había pagado una cierta cantidad para conseguirlo cuando competía por la dorada estatua con El Discreto Encanto de la Burguesía (1972). Buñuel gano el Oscar y aun se permitió hacer una segunda al recibirlo: “Los norteamericanos tienen sus defectos, pero son hombres de palabra”.

Dentro de las candidaturas de este año, compite por el premio de Mejor Actor el inefable Leonardo DiCaprio por el Renacido (The Revenant). La presión a que se somete el actor es porque ha sido candidato en múltiples ocasiones, no lo ha ganado, y ya se le nota la ansiedad por conseguirlo. Actores menos dotados que él tienen el suyo, pero se enfrenta a candidatos con posibilidades como Michael Fassbender por Steve Jobs o Eddy Redmayne por La Chica Danesa.

La obsesión por la obtención de premios es una enfermedad artística muy arraigada y es común involucrarse en proyectos de prestigio con el ojo puesto en la competición por unos reconocimientos efímeros que se desvanecen cuando se apagan las luces de esos eventos, que son un enorme monumento al ego, y no siempre para reconocer obras por sus cualidades estéticas.

Aparte del valor publicitario, las premiaciones en los países con industrias sólidas en producción fílmica implican entender el proceso de exhibición, y por tanto, ante el aumento las recaudaciones vemos que se eleva el caché que cobran los participantes en ella, y entonces sabemos que tienen una justificación financiera.

En 1971 George C. Scott que ganó por Patton el premio al Mejor Actor, criticó la ceremonia de los Óscar “por ser dos horas de desfile de carne, una ostentación publica con trama de suspenso por razones económicas”. Scott rechazó el reconocimiento, lo que no impidió que fuera nominado del año siguiente.

Jean-Luc Goddard, a quien se propuso entregarle un Oscar honorífico, no iría a recogerlo por no ser parte de la ceremonia principal y ha dicho que “no son los Óscar de verdad“. Su esposa Anne-Marie Miéville, opina que “Jean-Luc se está haciendo viejo para este tipo de cosas, ¿viajaría usted todo este trayecto solo por un pedazo de metal?”.

Demás está decir que este grupo de actores, y otros que han hecho lo mismo, representan una minoría en el gran entramado galáctico de Hollywood. Los demás están más que contentos con su ración de oropeles mientras esto les sirva para mantener su status.

La reciente ola de quejas que se dio en República Dominicana por las nominaciones en el área de cine para los Premios Soberano es un indicador de que, en primer lugar, es imposible complacer a todos pues existe una cantidad limitada de premios, y la otra es que realmente se excluyeron obras como Bestia de Cardo para Mejor Película pero se nominó a Virginia Sánchez Navarro en la categoría de Mejor Directora, una incongruencia difícilmente explicable.

No explicar los parámetros usados para incluir o excluir obras en estos reconocimientos nacionales de parte de los cronistas de arte genera un lógico malestar y preguntas interesantes: ¿Estamos premiando recaudación o niveles de calidad fílmica? ¿Por qué los cortometrajes no están incluidos o es que no importan?

Si como hemos podido ver, la asignación de reconocimiento a una obra fílmica o a cualquier participante en ella, no guarda la debida coherencia y el rigor necesario, no se puede esperar que cruce indemne los años ni que su mensaje perdure, si sabemos que las razones fueron espurias, basadas en conveniencias de cualquier tipo, ajenas a los valores del arte en que dice basarse.

Las campañas articuladas contra el Óscar por la exclusión de personas basadas en su raza pueden tener cierta razón, pero también puede notarse el gran grupo de latinos nominados o participantes en películas que si lo están. Y ese es un hecho notable por su cantidad, lo que no quita fuerza al discurso a aquellos que consideran estos premios o los otros como meros vehículos del mercantilismo o con escasa conexión con los valores estéticos.

Sean el Óscar, el Soberano o La Silla, premios nacionales o internacionales otorgados a las obras cinematográficas, concluimos que son, en su gran mayoría, galardones a la popularidad y a las ventas. No existe un balance -como debería haberlo-, para que el cine, que es arte e industria, se premie tomando en cuenta los demás valores intrínsecos de las películas.

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