Navegando en la red me encontré con esta bella reflexión en ocasión de celebrar el Domingo de Ramos, la cual por ser tan profunda no me resisto a compartirles.
Y es que El Evangelio de este Domingo de Ramos nos relata uno de los hechos más extraordinarios de la vida del Salvador: su entrada triunfal en Jerusalén.
Sabemos cuánto apreciaba Nuestro Señor la oscuridad y la humildad; lo vimos, en varias circunstancias, huir los honores que el pueblo quería rendirle. Ahora bien hoy, por una disposición misteriosa de su sabiduría, sabiendo que su hora había llegado y que está en la víspera de consumar su sacrificio, quiere ser recibido triunfalmente en la Ciudad Santa, en la ciudad real, y ser reconocido y aclamado como el verdadero Mesías.
Fue un último medio y un supremo esfuerzo de su ternura para convertir los corazones rebeldes de los judíos y salvarlos.
¡Misterio extraño!
Misterio de humildad y de amor misericordioso por parte de Jesús…
Misterio de endurecimiento por parte de los judíos…
Misterio de la inconstancia humana… Un pueblo que hoy se alegra con exaltaciones, cantando ¡Hosanna!, y dentro de cinco días, este mismo pueblo, empujado por sus jefes, vociferará a una voz ante Pilatos: ¡Crucifícale!
Y los que lo seguían exclamaban: ¡Hosanna al hijo de David! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en lo más alto de los cielos!
Lo reconocen como el Mesías, el verdadero Rey de Israel.
Bendito sea el que viene en el nombre del Señor para llevar a cabo su obra, para redimir y salvar al género humano.
Pero, podemos preguntarnos, ¿cuáles eran los sentimientos del Salvador al escuchar esas aclamaciones y esos cánticos de triunfo?
Seguramente, su Corazón se alegraba por la sinceridad y el amor de este pueblo; pero oía al mismo tiempo los murmullos celosos y rencorosos de los Príncipes de los Sacerdotes y de los Fariseos, que esta demostración, sin embargo tan pacífica, acababa por exasperar.
El sabía que el Sanhedrin, a propuesta de Caifás, había votado su muerte. Sabía que dentro de cinco días, Jerusalén resonaría con el grito deicida: ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! y que entre todas las voces que lo aclamaban hoy no habría una sola que se elevaría para tomar su defensa.
Por eso San Lucas nos dice que el Salvador, en el momento de apercibir la ciudad, se puso a llorar de dolor sobre ella…
Esta sucesión de alabanza y de ignominia; esta mezcla de gozo y de tristeza; esos transportes de alegría del pueblo el Domingo de Ramos, enseguida trocados el Viernes Santo en gritos de furia contra aquél que acababan de proclamar Rey, deben inspirar estas reflexiones.
La historia de la Semana Santa se abre con un glorioso triunfo, prontamente seguido de un revés completo y humillante, por el cual se ahoga, en un instante, un movimiento popular tan lleno de hermosas esperanzas; y a la muerte del Rey, sigue la dispersión de sus partidarios y la victoria total de sus enemigos.
Esto es lo que cree ver la mirada de los hombres; pero es precisamente todo lo contrario a los ojos de Dios. En realidad, el triunfo del Domingo de Ramos no es nada en comparación de la victoria del Viernes Santo, y el divino Conquistador de las almas pasara Victorioso por delante de todos.