Opinión

Las palabras suelen corromperse con el tiempo. Sus significados se van transformando en la medida que sus usuarios las van arrastrando hacia acepciones que, muchas veces, la alejan hasta de sus raíces dificultando el sentido etimológico, el rastreo primario, su cuna e información genética prístina. Así ocurre con la voz “farándula”, usada para definir el ambiente en donde se movían los comediantes o para designar antiguas compañías o caravanas de cómicos que viajaban de pueblo en pueblo para divertir a la gente.

Con la llegada de la radio y la televisión, el entretenimiento artístico dejó de ser una actividad exclusiva del teatro. Los medios electrónicos de comunicación vinieron a jugar un papel fundamental en su masificación, y con ésta, las expresiones artísticas fueron degenerando en artesanía, porque el producto brindado al público comenzó a carecer de la belleza y la originalidad creativa que caracteriza a una obra de arte.

Esa nueva fauna de actores y cantantes creó una compañía o “caravana” en los medios masivos de comunicación, que no solo abarcaría la radio y la televisión, sino, también, a la prensa. En el nuevo escenario o ambiente comenzaron a converger los emergidos entretenedores carentes de talento artístico, con los sujetos en el que la creatividad, imbuida de indudable belleza y estética expresiva, es la marca que distingue su trabajo que, con frecuencia, no puede apreciarse debido al ensordecedor ruido que hacen las hojalatas en prosaicos intentos de volar.

Periodistas y comunicadores sociales decidieron tener asiento permanente en las compañías mediáticas del nuevo mundo del entretenimiento. Son “especialistas” del espectáculo; escribidores o comentaristas de la farándula que, en el ejercicio diario de su trabajo, pontifican, a golpe de pluma y micrófono, a toda suerte de artesano como maestro de las Bellas Artes. Designan sin reparar en “su obra” a todo el que está en el mundo del entretenimiento como artista. Así, por ejemplo, el “compositor” de una “canción” cuyas letras ininteligibles “Dame lu”, “Toy quillao”, “Ponte cloro”, “La dema”, alcanzan las misma categoría que éstas: “…ella hablaba de la luna y de chopin/y yo tocaba el preludio de un beso”. Las cuatro primeras cosas no llegan a expresión artesanal; lo último son dos versos de la canción “La hormiguita” de Juan Luis Guerra, que se eleva al nivel del arte puro.

No todo cantante es artista como no todo el que escribe algo lo es. Para que una persona que interprete canciones pueda alcanzar esta condición sublime, no debe bastarle haber nacido con una bonita voz. No. Tiene que hacer de ésta un instrumento para la modulación creativa que agregue belleza tonal. Ensuciar papeles con “palabras” no hacen al “compositor un artista. Para ello se necesita jugar con las letras a fin de ponerles significados poco comunes que expresen hermosura y alimenten el alma.

El tema del arte, la artesanía y lo que no alcanza siquiera a esta última categoría, es generalizado y se ha acentuado en la medida que la banalidad ha ido conformando una sociedad global del espectáculo, en la que no escapa la política, huérfana de pensamiento, de profundidad; envuelta en frases cortas elaboradas para que armonicen con los flashes y los redoblantes de la caravana repleta de marginados que actúan bajo los efectos de la anestesia colectiva que suministran los hacedores de opinión, cooptados por la mediocridad del poder “legitimo” y fáctico.

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