Del Secretario General

Por: Johnny Pujols
Quienes estamos en el quehacer político muchas veces nos preguntamos: ¿para qué sirve realmente la política? ¿Qué sentido tiene hoy, en un mundo donde muchos la ven como una pérdida de tiempo o simple teatro de ambiciones? ¿Cuáles razones nos mueven? ¿Desde dónde legitimamos nuestras decisiones? ¿Qué medimos como éxito?
Son preguntas incómodas, pero necesarias.
En medio de este tiempo de descreimiento y cinismo, cuando la política es acusada de ser un espacio agotado, corrompido o inútil, Jorge Mario Bergoglio —el papa Francisco— se atrevió a compartir su visión sobre el sentido profundo del poder, su legitimidad y su función.
La encíclica Fratelli tutti constituye una intervención política de alto nivel en el debate contemporáneo. Es una propuesta radical de reconfiguración del papel de la política, desde la responsabilidad con el otro, la justicia y la inclusión.
Parte de un diagnóstico severo: la política contemporánea se ha degradado. No por su naturaleza, sino por renuncia. Se degrada cuando abdica de su responsabilidad transformadora y se somete a intereses particulares o a la lógica del cortoplacismo electoral. Se degrada cuando pierde el horizonte del largo plazo, se acomoda a lo inmediato o se convierte en mera gerencia técnica sin visión.
Pero también dejó claro Francisco que esa degradación no es inevitable. Que es posible una política esencialmente distinta.
Desde esa crítica de base, el Papa propuso lo que llamó «la mejor política»: aquella que reconfigura el ejercicio del poder como servicio orientado a garantizar los derechos fundamentales de todos, especialmente de quienes históricamente han quedado fuera de las decisiones.
A partir de Fratelli tutti, pero también en múltiples discursos y gestos concretos, replanteó el sentido de la política como una forma avanzada de caridad. No la caridad vertical de la compasión, sino la responsabilidad estructural por la vida de los otros. Su prédica colocó el bien común en el centro, entendido como la construcción colectiva de condiciones materiales, culturales e institucionales que permitan que todas las personas participen de la vida en igualdad de dignidad.
Esa noción del bien común implica tomar partido. Por los excluidos, por los descartados. De ahí que la mejor política sea inseparable de la justicia social. No puede haber democracia sin oportunidades, sin acceso efectivo a derechos, sin reconocimiento pleno de cada sujeto como portador de valor.
Más allá de los textos, Francisco actuó políticamente según esos principios. Su pontificado no fue neutral. Utilizó su autoridad para interpelar y para poner en agenda temas invisibilizados: la libertad de expresión, el respeto a la conciencia individual, la defensa de los migrantes, la urgencia ambiental y la paz entre los pueblos. Temas todos de naturaleza política, abordados con coherencia, con apertura y con frontalidad.
Comprendía que el poder, bien ejercido, es herramienta de transformación. Esa es una lección que no proviene del dogma, sino de la praxis.
El Papa ha partido, pero la mejor política que nos deja es una exigencia ética urgente que, en tiempos de banalidad, desigualdad y deshumanización, va más allá de credos o religiones.
Su propuesta interpela por igual a creyentes de cualquier credo, ateos o agnósticos. Es el llamado a poner la vida humana en el centro de la acción pública. La militancia política no puede pasar por alto esa interpelación.
Solo hay política auténtica cuando se pone al servicio de un propósito mayor: la vida digna, compartida y protegida de todos, sin excepciones. Todo lo demás —proyectos, figuras, candidaturas, cargos, marketing, marcas— sin esa política auténtica, no es más que espectáculo y administración del vacío.
Hoy, mientras el mundo sigue girando entre urgencias y olvidos, me nace un agradecimiento sencillo y profundo al papa Francisco, por recordarnos que la política también debe ser un acto de amor.
Gracias papa Francisco por su voz serena, por su coraje y por su lucidez. Su siembra quedará en la conciencia de muchos, como una luz que no se apaga.