A pocos días de celebrarse la VII Cumbre de las Américas murió Eduardo Galeano. No sé si en medio de su enfermedad, él, un intelectual comprometido con la causa redentora de los pueblos latinoamericanos, pudo ingerir el cóctel preparado con los discursos alados del liderazgo de nuestra región, en los que, sobre cimientos firmes, aireaban, con confites multicolores y danzarines, la nueva realidad que allí se evidenciaba: la consolidación de la segunda y definitiva independencia, o afianzamiento de los procesos de liberación nacional de nuestros pueblos.
Si pudo disfrutar de aquella fiesta, consciente de que los días de su cuerpo palpitante y oxigenado terminarían pronto, su celebración interior debió abrevar de los más sublimes néctares de sus inquebrantables convicciones, de las estampas carnavalescas del alma popular, construidas de los negros tambores africanos que exprimían alegría al dolor, del látigo europeo que fraguó el talante indómito exhibido por Simón Bolívar, José Martí y Juan Bosch; de la irreductible rebeldía concentrada en Fidel Castro y del suave pero terco camino elegido por Lula para converger en el punto de la victoria con el resto de nuestros patriotas.
Él, Galeano, debió partir entonces embriagado de alegría y satisfecho porque, con las gotitas que aportó para llenar el vaso de la libertad del que bebió, cual retama, el último de los países poderosos que se arrogaron el derecho de ser nuestros dueños y señores, ayudó a construir, desde su pluma nada estridente, la ruta hacia la libertad que comenzó a construirse hace más de 200 años en Haití, que continuó en todo el cono sur de nuestro continente, pero que se interrumpió, por egoísmos nuestros y por la vocación de geófago de aquel auto proclamado hermano mayor, siempre hambriento del “locrio” que la naturaleza coció en la gran olla latinoamericana, mezclando tierra, oro, plata, bauxita, níquel, cobre, diamante, petróleo, café, cacao, azúcar, banano y toda suerte de productos primarios que ha alimentado y alimenta su industria.
Quizás murió sin saber que su libro más leído, “Las venas abiertas de América Latina”, que es una radiografía a cuerpo entero del pillaje que inició con la primera conquista a manos del imperio español, hasta el saqueo del seductor “hermano del norte”, fue y es una bandera literaria para combatir la versión manipulada con la que se contó nuestra historia, porque el despojo no fue solo material, fue un estupro que intentó preñar de mentiras lo vivido a lo largo de la existencia que nos permitieron tener desde el 1492 hasta estos días.
En aquellas “venas abiertas” el compatriota nacido en Uruguay describió con la crudeza que caracterizaron los hechos, cómo se produjo la hemorragia que inició con las profundas heridas que nos causó España y siguió con las que provocaron Inglaterra, Francia, Portugal y Holanda, al asesinar más del 90 por ciento de los aborígenes; 70 de los aproximadamente 73 millones que habitaban nuestras tierras.
Los 500 años de holocausto y de descomunal despojo, tuvieron su motivación en la vastedad de nuestras riquezas naturales, sometidas al vaivén hegemónico de los imperios que se alimentaron de nosotros, cuestión quedó atrás, como vimos, en la Cumbre que quizás disfrutó Galeano.