Poco se conoce acerca de Somalia de este lado del mundo. Aquella extensa nación africana golpeada por décadas de inestabilidad interna e infortunio natural, que a pesar de disponer de un mayor nivel de acceso a la información, aún nos parece distante y ajena a nuestro diario acontecer regional. No obstante la recurrente omisión mediática, nos disponemos a contar un poco de su situación.
En términos geográficos, Somalia está localizada en el “Cuerno de África”, parte oriental del Continente con extensa zona costera, que limita al norte con el Golfo de Adén (Península Arábiga); al este y sur con el Océano Índico; y al oeste (en sus fronteras terrestres) con Kenia, Etiopia y Yibuti. De hecho, su ubicación geográfica resulta estratégica, pues en conjunto con Yemen resguardan el primer punto de acceso desde el Índico hacia el Mar Rojo y posteriormente al Canal de Suez.
Por lo general, las noticias que se reciben de esta nación vienen encapsuladas bajo el calificativo de “Estado fallido”, algo que no habría de sorprender si se parte de que además de ser declarada en el 2009 como “el país más corrupto del mundo”, Somalia también se ha mantenido en los primeros lugares del índice de fragilidad elaborado por Fund for Peace, mientras la ONU le catalogó de “crónicamente inestable, sin gobierno y amenazado por militantes islamistas, piratas y la hambruna”. Sin embargo, muchos se preguntarán: ¿cómo se llegó a esto?.
Sucede que desde que consiguió su independencia en 1960, esta nación no ha tenido la oportunidad de abrazar la paz de manera estable. Primero tuvo que librar una guerra en los años 60 contra Etiopia, que resultó desgastante para el naciente Estado, y luego la guerra civil que duró desde 1987 hasta 1991, donde sería derrocado Siad Barre luego de permanecer en el poder por 22 años.
Desde entonces la inestabilidad política e ingobernabilidad han sido parte del ADN somalí, realidad que a su vez dio paso a la división del país en tres grandes regiones independientes: Somalilandia, Puntlandia y Jubalandia (todas carecen de reconocimiento internacional); así como la autoridad se repartió entre clanes y señores de la guerra, que han impedido al gobierno federal tener mayores poderes fuera de la capital, Mogadiscio.
Esta falta de una autoridad máxima, con capacidad de ejercer el poder de manera amplia, fue lo que dio paso a la irrupción en el 2006 del Consejo Islámico de Tribunales Somalíes, cuyo brazo armado era nada más y nada menos que el grupo terrorista, Al Shabaab. Esto generaría la alerta internacional, debido a que por entonces las potencias occidentales se encontraban inmersas en la Guerra de Irak y Afganistán.
Respondiendo al nombre oficial de Karakat Shabaab al-Mujahidin (Movimiento de Jóvenes Muyahidines), estos combatientes aliados a al Qaeda comenzaron a reclutar combatientes entre los clanes opuestos al gobierno central, eligiendo la violencia generalizada como método de lucha dentro y fuera de Somalia. Para septiembre del 2013, efectuaron su primera gran ofensiva en Nairobi, Kenia, asesinando a más de 60 personas en un centro comercial; luego, para abril del 2015, asesinaron a unas 150 personas (en su mayoría estudiantes) en la Universidad Garissa, al norte de Somalia.
Previamente, como respuesta a la imposibilidad del gobierno de hacer frente a la amenaza que representaba Al Shabaab desde su aparición, en especial por carecer de un ejército organizado en aquel momento, las potencias occidentales en coordinación con la ONU, habían financiado la “Misión de la Unión Africana en Somalia” (AMISOM), que cuenta con más de 20mil combatientes. Sin embargo, como bien hicieron constar los citados atentados, la presencia de estas fuerzas internacionales no ha sido suficiente, sino que ha estimulado en parte la propaganda contra la injerencia externa, tal cual han hecho otras agrupaciones fundamentalistas que escudan sus preceptos ideológicos en la religión.
Esto explica el que pese a los ataques certeros con drones estadounidenses, en lo que murieron varios de los principales líderes de Al Shabaab, esta agrupación lograra recuperarse y sumara apoyo entre las comunidades bajo su control. Lo que muchos no esperaban es que pudiera planificar nuevos ataques en zonas neurálgicas, como el atentado perpetrado con dos camiones bomba en octubre del año pasado, donde fallecieron un aproximado de 300 personas en la capital somalí, Mogadiscio.
Este hecho sangriento, que contó con el repudio y la denuncia internacional, además de restar simpatías internas a Al Shabaab, empañó de paso los primeros meses de la presidencia del nuevo mandatario, Mohamed Abdullahi Farmajo, quien había ganado con amplia ventaja en los comicios de febrero del año pasado, prometiendo una nueva era para la malograda nación. De primera intención, su victoria parecía abrir paso a nuevos esfuerzos por la paz, donde se ha procurado superar de una vez por toda la división patente desde el final de la guerra civil en 1991, así como plantar frente de manera unificada a la amenaza terrorista que parece no tener final. Sin embargo, esos no son los únicos problemas que ha venido enfrentando el joven gobierno, pues otras problemáticas propias del devenir político, económico y la precariedad social somalí, han creado las condiciones para otros trastornos que aumentan la incertidumbre de este país. Los mismos serán ponderados en una segunda parte de este análisis.