Opinión

Transitaba una mañana en una suntuosa nave espacial y mientras atravesaba por un lado del mundo contemplaba sus bellezas, encantos, riquezas, grandes avances tecnológicos. Era un paraíso del cual disfrutaba un reducido segmento de holgados ciudadanos muy educados, sanos, ricos, en paz, contentos y felices. Seguía viajando y pasado el medio día fue entrando la tarde; la panorámica fue cambiando, ahora veía a millones de Homo sapiens huyendo de Villa miseria tratando de alcanzar el pan nuestro de cada día, perseguidos por una plaga de enfermedades que no daban sosiego, acortando su ciclo y tiempo de vida planetaria. Sin darme cuenta vino la noche, el agotamiento y el cansancio se adueñaron de mi, circunstancia que aprovechó Morfeo para hacer de las suyas con este servidor.

El dios nocturno se me acercó, ordenándome apurar el cáliz que sostenía en su mano derecha, lo agarré con mi izquierda e ingerí todo el contenido. Al rato el reloj del tiempo había retrocedido a febrero de 1844 y la nave se encontraba situada en la intercepción de las coordenadas hemisféricas 18.7357 al norte y 70.1627 al oeste correspondientes al territorio de la República Dominicana. Caminaba por un cementerio de hombres vivos, a mi derecha identificaba a Pedro Santana, Buenaventura Báez, Ulises Heureaux, Rafael Leonidas Trujillo y a Joaquín Balaguer. A mi izquierda y en el mismo orden saludaba a Juan Pablo Duarte, Gregorio Luperón, Ulises Francisco Espaillat, Juan Bosch, Manolo Tavares Justo y a Francisco Alberto Caamaño.

Grande fue mi sorpresa cuando aquellos difuntos parlantes me ordenaron levantar mi mano y jurar respetar y hacer respetar las leyes contenidas en la Constitución. Fue entonces cuando cobré consciencia de que era el presidente. Sin pérdida de tiempo organicé el gabinete con una línea central general: trabajar al unísono con el pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Gobernaría para que los vivos llegaran a un mundo saludable, con seguridad alimentaria para todos, en un ambiente de paz y bienestar colectivo. La escolaridad se iniciaría en el hogar y seguiría en la escuela, el campo y la ciudad. No se construirían almacenes para enfermos, ni cárceles para delincuentes puesto que ni lo uno ni lo otro se fomentaría. Los esfuerzos y recursos gubernamentales se dispondrían para mantener a la población libre de males y sin violencia. La familia estaría integrada, atendida y protegida las 24 horas del día. No habría contaminación ambiental, ni sordera urbana, ni robo diurno, ni nocturno. Todos los infantes estarían vacunados por lo que no existiría el temor a la difteria, ni a la hepatitis, ni al tétanos, rubeola y un etcétera y etcétera de afecciones infectocontagiosas. El agua que se consumiría en el territorio estaría libre de gérmenes patógenos y de costo alguno. La salud no sería negocio; los cuidados de atención primaria consumirían el ochenta por ciento del presupuesto sanitario y el otro 20% sería para tratar los ocasionales enfermos. Transcurrido el período de gestión que me fue asignado, entregué satisfecho las riendas del mando a mi sucesor y regresé al seno del pueblo gozando del aprecio de todos.

Según desaparecía el efecto de la poción somnífera me iba quedando la complacida sonrisa Duartiana, contagiada a las siguientes generaciones de discípulos, los cuales asombrosamente escaseaban a medida que nos aproximábamos al año 2020.

Luego soñé que soñaba y desperté en el 2018 en medio de una pesadilla multiorgánica.

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