Hablan los hechos

Dos años han transcurrido desde aquel intenso año 2016, cuando Europa se vio envuelta en una de las mayores crisis de su historia, la cual puso en entredicho la capacidad de concertación, colaboración y resiliencia de la mancomunidad europea. Por aquel entonces, un tema en particular puso en vilo a los 28 Estados miembros, llegando a revestirse de tal relevancia, que fue el centro del debate y principal tema de justificación ante la decisión sorpresiva de Reino Unido de retirarse de la Unión. Nos referimos a “la inmigración”.

Ya se cuentan en 1.5 millones de personas, la cantidad de migrantes que huyendo de zonas en guerra, la hambruna, la sequía y los conflictos tribales, han llegado a Europa en los últimos tres años con la esperanza de empezar una nueva vida. Por lo general, la ruta más concurrida tiende a ser el Mar Mediterráneo, la cual por un lado favorece la salida de millares de migrantes desde las costas del norte de África, pero de manera paralela afecta a los países del sur de Europa (en especial en los Balcanes, Grecia, Italia, Malta, España), quienes sujetos al Reglamento de Dublín, al ser los primeros en establecer contacto con los migrantes, deben hacerse responsables de la gestión de los mismos.

Como es de esperar, esto ha repercutido en un endurecimiento de las políticas europeas en torno al tema migratorio, a la vez que ha favorecido el resurgimiento de la xenofobia, especialmente aupada por partidos de extrema derecha, puesto que la llegada desproporcionada de migrantes ha sido vista como una presión “innecesaria” sobre el erario público. A su vez, uno de los principales problemas en la gestión de las solicitudes de asilo, es que para las naciones que establecen el primer contacto, les resulta exhaustivo el proceso de depuración del estatus de cada migrante, por lo que cada caso puede tardar más de un año, generando un tapón en los centros de acogida que no hace más que crecer.

Italia, por ejemplo, impulsó el pacto “Minniti” que inspirado en su ministro de interior, busca que naciones del norte de África como es el caso de Libia, asuman mayor responsabilidad en la custodia de sus costas, desde las cuales salen gran parte de las embarcaciones clandestinas con destino a Europa. Sin embargo, esta y otras medidas que han previsto llevar fuera de la Unión Europea el control del flujo migratorio, han generado interesantes debates tanto por el costo económico (recuérdese el acuerdo con Turquía, donde la UE acordó desembolsar más de 5,000 millones de euros, a cambio de que Ankara se hiciera cargo de los migrantes sirios), como también por asuntos humanitarios.

Ahora bien, una vez dentro de la Unión Europea la mancomunidad ha buscado alternativas como el reasentamiento o repartición de migrantes por cuotas, a los fines de menguar la carga de los países más afectados por el Reglamento de Dublín, logrando reubicar unas 29,000 personas entre diferentes Estados miembros. No obstante, esto no ha logrado drenar del todo la presión, lo que ha sido un caldo de cultivo para nuevas crisis como sucedió a mediados de junio con AQUARIUS, una embarcación ilegal que llevaba consigo aproximadamente 600 inmigrantes, y que fue rescatada en aguas del Mediterráneo entre Italia y Malta.

El problema es que Italia actualmente está siendo liderada por un gobierno xenófobo y euroescéptico, del Movimiento 5 Estrellas, que basándose en sus postulados de campaña se negó a recibir la embarcación en sus costas, a lo que también se negó Malta, dando cabida a un impasse dentro de la Unión Europea, con especial repercusión en Alemania. Sucede que, a pesar de que finalmente España, bajo el liderazgo de Pedro Sánchez, aceptó finalmente acoger en Valencia a los inmigrantes varados en altamar, el caso del AQUARIUS puso en jaque a la canciller Angela Merkel, cuya postura desde el 2016 ha sido la política de “puertas abiertas”, para con los solicitantes de asilo.

Se cuentan en 1.2 millones de personas, los inmigrantes que han llegado a Alemania desde mediado del 2015, en lo que ha sido una apuesta arriesgada de Merkel por servir de ejemplo a la apertura que debe tener Europa hacia lo que podría tildarse de una inmigración humanitaria, por la naturaleza extraordinaria de los fenómenos que la provocan. Dicha postura melló notablemente la popularidad de Merkel, quien fue criticada fuera y dentro de Alemania, al tiempo que su partido, la Unión Cristiano Demócrata (CDU), perdió muchos escaños en el parlamento y tuvo que asociarse a la Unión Social Cristiana (CSU) para poder formar gobierno.

El problema es que la CSU, siendo una organización más a fin a las políticas restrictivas migratoriamente, ha plantado frente a la postura amistosa de Merkel y le enfrenta al ministro de Interior, Horst Seehofer, quien al tiempo que se produjo la crisis de AQUARIUS le exigió a la canciller poner un techo a los refugiados que llegan a Alemania. Lo interesante es que a pesar de la percepción generalizada, el número de solicitantes de asilo ha disminuido notablemente en los últimos años en suelo alemán, pasando de 700,000 en 2016 a 200,000 a principios del 2018, lo que pone en entredicho la alarma generada por el ministro de interior.

Tal dicotomía, sin embargo, parece tener más un fin político que de seguridad nacional, puesto que de perder el apoyo de la CSU, Ángela Merkel y su partido quedarían en minoría parlamentaria y podría ser víctima de un proceso que la saque del poder. De hecho, Seehofer ha pedido acelerar los procesos de deportación, basado en lo que denomina un “plan maestro” que busca frenar en fronteras alemanas a todos los inmigrantes, todo lo cual va contra las políticas de Merkel, creando un contraste que muestra la falta de consenso dentro de la propia Unión Europea, que ya no responde necesariamente a la oleada masiva de inmigrantes de hace dos años, sino a la forma de gestionar las solicitudes de asilo en suelo europeo.

Evidentemente, la necesidad de preservar la frágil coalición del gobierno alemán, lograda el pasado mes de abril tras 5 meses de limbo político, ha sido un imperativo para la canciller que ve con preocupación la oposición del partido Alternativa para Alemania (AfD), de extrema derecha, que podría sacar ventaja de una fragmentación. De ahí que Merkel haya finalmente arribado a un acuerdo de mínimos con su ministro de Interior, en el cual se prevé reforzar la frontera con Austria y crear centros de tránsito, a los fines de evitar nuevos flujos de inmigrantes que pululen en ciudades alemanas sin un proceso definido de acogida.

Se hace evidente que la Unión Europea tiene una labor titánica por delante, pues a pesar del relativo consenso de la última cumbre en Bruselas sobre el tema migratorio, las más de 5,000 muertes en aguas del Mediterráneo es un eterno fantasma con que habrá que lidiar.

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