Opinión

Cuando a obreros metalúrgicos del siglo XVIII se le dan responsabilidades políticas de Estado en un esquema de volatilidad tecnológica, comunicacional y científica, en el que el conocimiento define la cotidianidad de la sociedad y se convierte en eje central de los procesos productivos que van forjando el quehacer y el discurso político que debe desprenderse de los programas que las ideas ayudan a estructurar, hacen de bufones, porque su comunidad está colocada a un nivel superior, lo que crea choques entre el representante desencajado y los “representados” que el proceso de desarrollo elevó a otra dimensión.

Eso ocurre cuando facciones de partidos integradas por individuos especializados en cuestiones operativas (como me comentó un compañero) alcanzan la administración del Estado. En ellos el pragmatismo es la norma, para lo cual, principios, reglas de juego, compromisos o pactos, no tienen validez alguna, de lo que se desprende que las cuestiones de orden moral y éticas no existen, pues de existir cambiaría la naturaleza del desenfreno con que se mueven para conseguir objetivos centrados únicamente en la toma del poder para alcanzar prestigio social y la honorabilidad que se logra con la ocupación de un posición pública, además de las oportunidades que para cuestiones alejadas de asuntos de estado, persiguen.

Lejos de pruritos, como saben que el pragmatismo solo no está en capacidad de gestionar una administración de manera eficiente y bajo los estándares de una ciudadanía informada, instruida y por lo tanto empoderada para demandar sus derechos, alquilan (como me comentó el compañero al que hice referencia) a aquella parte de la sociedad civil ávida de poder, de ésa que no encuentra en la periferia del activismo político, y desde el cual le quieren disputar a los políticos profesionales los espacios que se ganan con el trabajo diario que combina el estudio de la sociedad y el contacto con ella.

Este pragmatismo, anidado en un pequeño solar del cerebro, vive en una transpiración física constante; los músculos de sus extremidades se hinchan y las elaboraciones de sus estrategias, al margen de sus agentes alquilados, se vuelvan extenuantes, contrario a los equipos que construyen sus espacios partidarios sobre avenidas de ideas que se buscan y entrelazan generando éxtasis, aquél que nace de la satisfacción de crear para otros, para las grandes masas que ponen sus esperanzas en los que tienen la responsabilidad de conducirlos en el presente y construirles el futuro.

Cuando estas facciones partidarias se alzan con el poder, actúan con recelo, sus inseguridades intelectuales les conducen al sectarismo, por eso buscan al “amigo” de fuera sin militancia partidaria para que su falta de arraigo no los convierta en amenaza. Esta situación trae como consecuencia (como me dijera aquel compañero) que las decisiones del gobierno que administran, se alejen de la formación política que les llevó al poder. El divorcio con la organización ya no solo se expresa en la exclusión de sus compañeros no pragmáticos, sino en el alejamiento de la oferta programática (siempre ligada a su base ideológica), a sus principios filosóficos, a sus métodos de trabajo e incluso su mística, ese extraño halo que imanta, que hala, que arrastra; compromete y fideliza multitudes, elementos indispensables para la reconquista del poder, sobre todo cuando el aquelarre montado con las ideas prestadas alcanza el punto de los escobazos entre la magia alucinadora y sus hacedores.

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