Opinión

Todavía resulta lisonjero, como diría una vez en un escrito memorable Fermín Arias Belliard, llegar al paisaje mocano desde los predios capitaleños por el camino sombreado de Río Verde, Cutupú y El Caimito. “Respirar el perfume de sus campos y llenar los ojos con el verdor de sus praderas”. Moca –lo dije al principio- no es sólo una geografía, es también una dulce y cálida biografía; una vivencia, un testimonio, una memoria, un discurrir alegre, un perfume perenne, una pradera eterna llena de sol y sombra en nuestras vidas. Moca es el vecino que siempre se recuerda en las anécdotas de risa y llanto; el amigo de las esquinas y el parque, las fiestas en La Piscina, y las algarabías del Centro Juvenil; el condiscípulo de la escuela y el liceo que tú reconoces hoy tras una toga o un bisturí, vistiendo la franela de la pobreza o el lustroso traje del ejecutivo; el compañero de las alegres juergas escolares que uno ha dejado de ver, que parece que se lo ha tragado la tierra y que quizá ya no reconozcamos, y seguramente tal vez ya no nos reconoce cuando pasamos por su lado en cualquier vía del tiempo.

Moca es, igualmente, el cura orientador, la muchacha tibia de dulzuras, el amor platónico que se quedó dormido en la pradera de una época de ardores y pasiones, y el beso que se quedó petrificado en la memoria de un zaguán o de un patio oscurecido.

Moca es el maestro que compartía saberes y bondades, que igual hacía cumplir la disciplina en el aula, y muchas veces más allá, y cuidar nuestra infancia con un amor sin dobleces. Es el compañero habitual que un día la crónica de prensa nos trajo la noticia de una muerte brutal en la jungla neoyorquina, o que sabemos gestando familias y años, en Miami, Nueva York, New Jersey, Montreal, Cuatro Caminos o Lavapiés.

Moca es una jornada cultural que dejó raíces, una serenata de amor a la luz de la luna, una velada, una misa de ocho y media los domingos, un libro iniciático que te abrió el apetito por la lectura, y un silencio de cuaresma convertido en ritual de frijoles con dulce y bacalao noruego con papas. Moca es un umbral y un atardecer, y una mañana de Navidad con galletas de manteca y jengibre, y una empanada de Modesta que años después la finura capitalina convertiría en catibía, y un panecico de chicharrón de los que traía Firín desde El Corozo.

Moca es personajes y leyendas, anécdotas vivas mantenidas sobre el dintel de la memoria con imperturbable presencia. Es el padre Flores y el venerado Bobadilla. Es Carlos, el sacristán y Juan Miguel Vicente. Es Julio Jaime y doña Niña, Miguel Gómez y Divaneo, Fresa Lara y Bienvenido de la Cruz, Toní y doña Chía, muchos que se han ido, otros que se van, y algunos que quedan un tiempo más para dar testimonio de la historia. Moca fue un sendero y una llanura, un bosque y una ofrenda tutelar. Moca fue un párroco y fue también un sueño. Moca fue Mata Sosa en tardes de domingo espantando impertinencias para evitar los azotes del gendarme. Moca fue un grupo de jovenzuelos, hoy profesionales y hombres de valía, burlando las patrullas en las noches aciagas del sesenta y uno. Moca fue un vecindario donde un día todos decidimos quitarnos las ropas de la pubertad para pasar a un estadio necesario de nuevos sueños y esperanzas, mientras las querencias pueblerinas se agolpaban reflexivamente en nuestros sentimientos para caminar con nuestros destinos hacia los rumbos inciertos de la existencia. Moca fue también una muchacha descalza en ajetreos de sábado en la mañana, y una esperanza de beso y cópula mental; fue aquella delgada belleza de largas trenzas que vimos salir por primera vez de la misa de domingo, que se convirtió en obsesión inalcanzable y que cuarenta y tantos años más tarde es la alegría en peregrinaje sin vueltas en la terca obstinación de los días y las horas y los hijos y los nietos; fue el amigo de ideales y conspiraciones comunes y una noche de invierno que la parca arruinó con sus malicias imprevistas; fue una orientación a tiempo, una virtud abierta y un camino protegido por la luz de Dios.

Moca, la Moca pretérita que cada día acude a nuestros pensamientos y es visión fija en nuestros sueños recurrentes, fue un tiempo de luz, de saber y de molienda virtuosa y límpida cuyas primicias sirvieron para encauzar la estela de nuestras vitalidades. Hoy es una añoranza, apenas. Ahora, cuando alguna vez caminamos sobre sus calles llenas de los fantasmas vivos de nuestra vivencia impetuosa y cálida, no nos reconocemos en nadie ni nadie se reconoce en nosotros. Nos hemos perdido en las brumas ingrávidas del indetenible discurrir humano. Ya no encontramos a Moroco y su yunyún (guallao) de las tres, o a Juancito el haitiano y su pan caliente de las cinco, o a Petró y sus picaderas de las seis que ninguna de las exquisiteces capitalinas de la modernidad ha podido igualar, o a Mamá Rita y Papá Mon, idolatradas luces de un tiempo de leyenda. Ya no encontramos los amigos –y esto, cómo duele- y a las muchachas de Marola y Tomás, a Lidia Frías y Carolina, a Flavia y a Isabelita. Ya no está el Bar Maritza ni el teatro de igual nombre que tantas tandas vespertinas abordáramos en aquellas ruidosas alquimias del cinemascope. Ya no está Gume y sus verbalismos sonoros, ni Cachita y sus palabrotas, ni Tila la Gorda y sus generosidades. No está Carlos, el sacristán, que nos vio vestir de monaguillo y que muchos años después siguió recibiéndonos en cada vuelta al terruño como una reliquia viva del tiempo. Ya no llueve en los techos de zinc, el frío de New York o de Canadá, cobija bajo sus abrasantes penumbras a muchos de los viejos amigos de infancia, y Luis Ovalles, triunfador y amigo, ha dejado de ser sacudido sentimentalmente por los candorosos guijarros del saxofón y su melodía.

Ya no vemos por la calle Duarte a Farolito Gómez -¿quién se recuerda de él?- paseando su humanidad alucinada por el isopropílico, olvidándose él mismo de haber sido en otro tiempo uno de los más grandes músicos del país. El maestro Rafael Solano, hijo de un mocano que ejerció el periodismo, Ramón Solano, refiere en su libro autobiográfico Letra y Música, que Manuel de Jesús Gómez (Farolito) era el mayor ejemplo de hermoso sonido del saxofón durante los años cuarenta, cuando este músico nuestro tocaba en unos programas que se transmitían en vivo desde la capital por HIZ, entonces la emisora más importante del país. Dice Solano que Farolito Gómez “tocaba el saxo alto dulcemente, como un violín”. Pero ahora debemos vivir la realidad y decir que Moca se nos fue como el viento frío, dejándonos helado el corazón y lleno de ardores memoriosos el sentimiento. Aún nos parece cada noche que escuchamos el tañir de las campanas del templo vecino, o que al doblar una esquina nos encontraremos con cualquiera de los personajes pintorescos que hemos estado recordando, o que al llegar a un concierto en el Teatro Nacional observaremos sentado en una de las primeras butacas a Carlos Minaya, el amigo abatido que nos llevó de la mano a conocer a Percy Faith, que nos presentó a Engelbert Humperdinck y que nos hizo enamorar hasta el delirio de Benny Goodman y Glenn Miller.

Ya no hay tiempo para volver, el tiempo del regreso es otro. Por eso, a veces son tan imposibles los reencuentros y los cíclicos replanteamientos de reencauzar episodios perdidos. Ahora es ya, lamentablemente, necesariamente quizá, el tiempo de la nostalgia, un nudo que se nos hace en la garganta cuando Coletica Minaya –la inolvidable Ligia que se nos fue de las manos a todos cuanto la queríamos, de forma abrupta- nos recordaba con insistencia que el parque Cáceres se moría lentamente sin Federico ni Maricusa, sin Vinicio y Nidia, sin Rogelio y Florcita. Y que al tiempo del ayer nos lo mata cada día la cotidiana urdimbre de la vida, con los críos y las canas brotando imbatibles sobre las cabezas y sobre las edades.

Pero, Moca queda sin dudas. Y sobrevive. Y se agiganta cada día en nuestro corazón agradecido, en nuestro gozoso espíritu nostálgico y en nuestro devenir signado por la guayaba y el caimito, por la yuca y el concón, por la arepita y el bizcocho de borracho; por el embrujo de una tierra pródiga y fructificante, y la geografía de calles rectas y limpias que construye, que sigue construyendo, nuestra biografía de amor cimentada en la fe y abierta siempre a la esperanza de días mejores, aunque nunca tal vez totalmente mejores a los que vivimos ayer y hoy celebramos siempre en el recuerdo.

Heberto Padilla, gran poeta cubano, ha dicho que “no se debe volver a sitios donde creímos ser felices, porque ellos pertenecen únicamente a la memoria y no toleran nostalgia, veneración ni homenaje”. Hemos querido hacer con estas palabras provincianas, un breve repaso del pasado mocano y regresar, gustosos, con la memoria y el amor, a aquel pueblo sencillo y bravo que normó nuestra infancia. Recordarlo no en sus gestas ni en sus aportes intelectuales, sino en su gente sencilla, en aquella que no aparece en la historia porque sus párrafos de vida han sido tachados a pesar de ser parte de nuestra vitalidad común. Como diría Fermín Arias Belliard, ahora nuevas generaciones se cobijan en ti, mientras lejos de ti muchos hijos te invocamos. Por siempre y hasta siempre, Moca.

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