Opinión

La alianza entre trinitarios y hateros se rompió tan pronto fue proclamada la independencia el 27 febrero de 1844. A partir de ese momento inició una lucha tenaz entre esas dos facciones por el control del poder, que al mismo tiempo se manifestaba en dos visiones opuestas respecto a lo que debería ser el destino nacional.

Los hateros argumentaban que la naciente república no se sostendría frente a las agresiones haitianos, por lo que había que agenciarse un protectorado de una potencia extranjera, preferiblemente el de Francia, y los trinitarios sostenían que sí era posible.

Esa lucha llevó, en primera fase, a la presidencia de la Junta Gubernativa, en representación de los trinitarios, al trinitario Francisco del Rosario Sánchez. Posteriormente el poder sería tomado por Pedro Santana, y Juan Pablo Duarte, Francisco del Rosaio Sánchez y Matías Ramón Mella serían desterrados.

El 9 de junio los trinitarios tomaron el control de la Junta Gubernativa, sustituyendo de la presidencia de la misma al veterano Tomás Bobadilla. Francisco del Rosaio Sánchez es designado presidente, y el 23 la Junta decide sustituir a Pedro Santana de la jefatura del ejército del Sur. Se trataba, sin duda, de un golpe al caudillo hatero propio de esa lucha desatada con furia entre hateros y trinitarios. Pero Santana no iba a recibir ese golpe con tranquilidad. El gozaba ya de un amplio prestigio entre sus tropas. Ceder el mando de sus tropas, de esas tropas traídas por él desde los hatos del Este y convertidas en su ejército personal, no iba a ser tan fácil.

El 3 de julio el coronel José Esteban Roca llega a Azua para comunicarle a Santana que ha sido relevado de su mando, y debe entregarle el campamento. Tremenda ilusión que costaría caro. Tendido en su hamaca, lee la comunicación y apenas se inmuta. Finge no molestarse, e incluso ordena poner en pie el campamento para entregarlo. Pero era una maniobra engañosa. Con todo y ser tosco el hombre también sabía fingir. Estaba decidido a no aceptar su relevo. Entonces, azuzada por sus lugartenientes, las tropas se rebela, vociferando que no entregarían el mando, que con él habían venido y con él se iban.

En una sociedad atrasada y de incipiente formación como era la dominicana, el verdadero poder reside en las bayonetas y los fusiles. Resulta que el ejército del Sur sólo obedecía al hombre con quien llevaban cuatro meses en el campo de batallas. Para esa gente, montaraz y aguerrida, que bajo el mando de Santana habían derrotado a los haitianos, aquello era una intolerable ofensa.

La respuesta de Santana fue marchar con sus tropas a la capital. El presidente Sánchez, previendo la ocurrencia de hechos turbulentos y dañinos a la salud de la República, salió a su encuentro a San Cristóbal para negociar una salida pacífica. Pero el hatero había decidido tomar el gobierno, y ni Sánchez ni ningún “filorio soñador” le harían desistir. El 12 entró en la ciudad. La atravesó impunemente. La Ciudad Primada quedó indefensa y a merced de las huestes de Santana.

Santana se estableció en la Plaza de Armas y allí, a los gritos de “Muera la Junta, viva el general Santana”, fue proclamado presidente de la República. Tomás Bobadilla, burócrata veterano y político astuto, pensó que el hatero, nuevo en las lídes políticas, le entregaría el mando, como habían hecho los trinitarios al otro día de proclamarse la independencia. Pero Santana podía ser nuevo en política, más no era ingenuo ni iluso. Era tosco, pero no tonto. El poder lo quería para él, no para Bobadilla. Era su momento de ser presidente de la Junta Central Gubernativa, desde donde iba a dirigir la nación a su mejor capricho. Lo que hizo con boba fue designarlo vocal para tenerlo cerca y aprovechar su experiencia.

La multitud, que ama a los vencedores, lo recibió con aplausos y encendidos vítores. Encaramado en el supremo mando, reorganizó la Junta destituyendo a los trinitarios y reponiendo a los expulsados el 9 de junio, pero siempre bajo su absoluta y única autoridad. Fue la primera gran derrota de los trinitarios, de funestas consecuencias para la nación, que ahora era dirigida por un hombre implacable. Los hombres de la Puerta del Conde fueron ultrajados al ser apresados y depositados sin la menor consideración en la Torre del Homenaje.

El caudillo oriental estaba decidido a usar el poder sin prudencia alguna. Tenía el coraje, la fuerza militar y el apoyo de los conservadores y socialmente dominantes. De éstos, se destaca el apoyo de la Iglesia Católica, cuyo arzobispo, Tomás Portes de Infantes amenazó con la excomunión, que es el más temido de los castigos de la Iglesia, a todos los que se opusieran a la autoridad de Pedro Santana.

Despejado el camino, el 22 de agosto, una resolución de la Junta declaró a Duarte, Mella, Sánchez, Pina, Pérez, y otros trinitarios, traidores a la patria y los condenó a un destierro perpetuo. El 26 salieron para el exilio hacia Inglaterra Sánchez, Mella y Pina. En ese momento, Juan Pablo Duarte estaba en Puerto Plata en la finca de su amigo Pedro Dubocq. La orden de apresarlo fue dada al General Antonio López Villanueva, quien días antes lo había proclamado presidente de la República. Apresado, fue llevado a la fortaleza San Felipe. En la cárcel fue visitado por el cura Manuel González Regalado, quien como él, era masón. Le pidió que le permitiera confesarse, porque temía ser fusilado. Si no lo fue se debió a que Abraham Cohen, un comerciante judío influyente, intervino en su favor.

En la goleta “Separación Dominicana” lo condujeron fuertemente escoltado a la capital. El 2 de Septiembre llegó al puerto de Santo Domingo y lo condujeron hacia la Fortaleza Torre del Homenaje.

El 10 de septiembre, entre dos filas de soldados, lo bajaron al muelle. Su salud era deplorable. La humedad del calabozo le había provocado mucha fiebre. Con una profunda tristeza que destrozaba toda su alma salió hacia Alemania y luego a Venezuela. Era su segundo exilio y duraría veinte años. Ahí quedó sellado el destino nacional. Con Duarte, Sanchez y Mella en el exilio y Santana en el poder, lo que vendría no sería nada bueno.

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