Opinión

De Haití se ha dicho de manera reiterada que es un Estado fallido dada la inveterada, ancestral y espasmódica debilidad estructural de sus instituciones, lo que se expresa en la profunda y acentuada fragilidad intrínseca de su democracia.

En una sociedad así, que se desenvuelve prácticamente a niveles primarios de organización humana y social y atrapada en esos instintos primarios de la especie humana, es casi imposible que prevalezca la autoridad de la ley como mecanismo cohesionador e integrador de su población y de sus estructuras.

Un Estado envuelto en una vorágine histórica como la descrita no está en capacidad de gestar o parir las fuerzas endógenas que son necesarias para impulsar el desarrollo de la sociedad en todas sus aristas y vertientes.

En ese contexto, las fuerzas impulsoras y propiciadoras del desarrollo tienen obligatoriamente que moverse de afuera hacia adentro, de ahí la necesaria e inevitable intervención de la comunidad internacional para que un Estado así pueda encarar sus problemas estructurales y prevenir que ese volcán en potencia estalle o erupcione en cualquier momento.

Pero como la comunidad internacional ha hecho caso omiso del rol que debe asumir en Haití, y dada la acumulación de todos sus problemas, el volcán encarnado en esa terrible realidad vive erupcionando permanentemente.

Haití está montado, pues, sobre una vorágine en permanente ebullición cuyos efectos, cuyas incesantes ráfagas, se sienten de manera inmediata y permanente en su vecino más próximo y cercano que es la República Dominicana.

En ese escenario y perspectiva, que es el que con todo pesar estamos viviendo, la comunidad internacional ha eludido olímpicamente su responsabilidad frente a esta situación y ha querido, forzado y presionado para usar la República Dominicana como chivo expiatorio.

La comunidad internacional, representada por países desarrollados y organismos internacionales, ha llegado tan lejos en sus presiones, pretensiones, vejámenes y desconsideraciones que ha tenido el tupé de plantearle directamente a la República Dominicana que viole, lesione y vulnere su propio ordenamiento constitucional y legal, como ocurrió con la “sentencia” de la Corte Interamericana de Derechos Humanos –CIDH-.

Y esto de por sí constituye un conflicto permanente para la República Dominicana, el cual lo vivimos a diario en el territorio dominicano, en la frontera dominico-haitiana e incluso dentro de Haití donde están instalados nuestra Embajada y nuestros consulados.

Lo que quiere decir que ese volcán en erupción que está encarnado en Haití adquiere la condición y categoría histórica y política de seguridad nacional para la República Dominicana.

La relación diplomática, política y comercial con cualquier país –sin importar su condición y estatus económico, social y político- tiene que estar basada siempre en el interés nacional.

Así la seguridad nacional tiene que estar enraizada, fundamentada y basada en el interés nacional. Ese interés nacional nos traza la dirección y la línea de seguir existiendo como Estado, como nación y como pueblo, atados esos tres entes a los irrenunciables atributos de soberanía, independencia y libertad.

Nuestra relación diplomática, comercial y política con Haití tiene que estar sujeta siempre al imperativo del interés nacional, y nunca debe estar subordinada a los intereses de grupos internos, sean estos comerciales o no.

Son contrarios al interés nacional y a la seguridad nacional el contrabando de armas, de otras mercancías y de personas por la frontera, el comercio ilícito, el tráfico de drogas, la trata de blancas y negras, en fin, todo lo que esté al margen de la ley, de la moral y de las buenas costumbres.

Son contrarios al interés nacional y a la seguridad nacional los sobornos o peajes que se cobran en la frontera para dejar pasar a haitianos indocumentados en masa.

Lo que conviene al interés comercial y empresarial y a los intereses del cuerpo militar ubicado en la frontera no siempre conviene al interés nacional y a la seguridad nacional.

Hay intereses que se esconden detrás de los flujos migratorios de haitianos ilegales o indocumentados para aprovechar la baratura de la mano de obra haitiana frente a la mano de obra dominicana, llegando al extremo de violar el Código de Trabajo de la República Dominicana. Y a partir de un determinado momento esto podría convertirse en un tremendo dolor de cabeza, visto en una perspectiva social y política.

Pero el asunto ha llegado a tales niveles de gravedad que no solo constituyen un problema de seguridad nacional la enorme masa de haitianos indocumentados, sino los mismos haitianos documentados y los hijos de haitianos ilegales que piensan y actúan como haitianos, es decir, como si hubieran nacido en Haití, porque aparte de lo otro son culturalmente haitianos.

Lo que quiere en decir que tenemos al enemigo dentro de la casa, y dado el hecho de los instintos primarios que están en la base de las acciones de los haitianos y de las terribles confusiones históricas y conceptuales que tienen en sus cerebros, podríamos comenzar a ser víctimas de sabotajes y rebeliones de haitianos en empresas, en edificios, en calles y en municipios en el mismo territorio de la República Dominicana, lo que ha comenzado con actos de incendio de la bandera dominicana en nuestras propias narices, ocurridos antes y después de que enloquecidas y envenenadas hordas haitianas quemaran la bandera dominicana en el Consulado dominicano en Puerto Príncipe el día 25 de febrero de este año 2015.

Incluso podrían llevarse a cabo acciones allá y aquí realizadas simultáneamente en contra del Estado dominicano por parte de enardecidas y enloquecidas hordas haitianas.

En cualquier momento, en cualquier circunstancia, tiene que primar el interés nacional, y la seguridad nacional tiene que estar supeditada a éste.

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