Opinión

El estado: hacer cosas que en la actualidad no se hacen en absoluto (2)

Ciertamente, los mitos se componen de elementos maravillosos. Este podría ser uno de sus aspectos más atractivos. No obstante, existe un lado malo que muchas veces frena el desarrollo, oculta o adultera la realidad y nos ciega ante las fortalezas y experiencias que deberíamos aprovechar a plenitud: los mitos sofocan la verdad.

Esto es completamente cierto en relación con la ampliamente difundida y defendida idea de que el Estado debería dedicarse a administrar sus recaudaciones para mejorar la provisión de los bienes públicos convencionales, construir obras de infraestructuras físicas y sociales, avanzar incentivos para motorizar la iniciativa privada en áreas estratégicas, crear mercados más libres y articular y promover políticas a fin de garantizar la continuidad regular del crecimiento económico y atemperar los inevitables desequilibrios en el orden social.

Estas son las funciones del Estado en el contexto de la versión suave del anti-estatismo, digamos, la posición moderada. Otras, más radicales, reprochan al Estado ser absolutamente incapaz de desatar el crecimiento sobre las impredecibles olas de la innovación y el emprenderismo, y de motorizar la competitividad sistémica de la economía y la sociedad, asumiendo su rol como guía supremo, eficaz y visionario. Esta última visión fatalista y poco objetiva es la que se resume en el siguiente planteamiento de The Economist, publicado en 2012:

“Los Gobiernos siempre han sido incapaces de tomar decisiones correctas y probablemente cada vez lo serán más, en un entorno en que legiones de emprendedores e inventores intercambian diseños en línea, los convierten en productos en sus casas y los comercializan a nivel global desde un garaje. A medida que se impone la revolución, los gobiernos deberían limitarse a lo básico: mejores escuelas para proveer una mano de obra preparada, reglas claras y un campo de juego para las empresas de todo tipo. Y que los revolucionarios hagan el resto”.

Con esta retórica, también se pretende que los servicios públicos tradicionales, proporcionados por el Estado, pasen a manos privadas. Mariana Mazzucato, la autora que inspira estas líneas, cita los ejemplos del Reino Unido, país en la que la transferencia de estos servicios a personas que operan por su cuenta u organizadas en la llamada economía social o tercer sector, se justifica apostando a una mayor autonomía y revitalización de tales servicios respecto a las “perniciosas” influencias estatales.

Más o menos el mismo discurso se enarbola cuando se trata de demostrar la pertinencia de la privatización de las escuelas públicas, lo que en América Latina se conoce como “mercantilización de la educación”, un fenómeno bastante estudiado. En el caso dominicano, este proceso ha ganado mucho terreno y, al igual que en muchos países vecinos y en las naciones desarrolladas, de acuerdo con Mazzucato, “nunca se lleva a cabo ningún análisis adecuado del ahorro en términos de costes que tal externalización proporciona, sobre todo si se tienen en cuenta la falta de control de calidad y los costes absurdos que conlleva”. La autora nos cuenta que no todo es complacencia gubernamental ante esta embestida de los defensores de la minimización funcional del Estado, por llamarle de algún modo, y pone el buen ejemplo de la famosa BBC (British Broadcasting Corporation):

“…La decisión de la BBC de crear con medios propios una plataforma de Internet para sus emisiones, el iPlayer, que le ha permitido mantenerse como una organización innovadora dinámica, que continúa atrayendo talento y manteniendo su cuota de pantalla, tanto en radio como en televisión, algo que los canales públicos de otros países solo pueden soñar”.

En todos estos ataques al Estado hay muchas duplicidades y conveniencias. Cuando los lobistas empresariales pretenden algo del Gobierno, especialmente cuando ellos representan a sectores tan poderosos como los del armamento, farmacéutico y energía, el Estado muestra una “eficiencia coyuntural”. Cuando termina la jornada lobista, y obtienen ventajas importantes en los ámbitos impositivos, de restricción de los derechos de los trabajadores y de las “odiosas” regulaciones, la “eficiencia coyuntural” se disemina y entonces el Estado debería reducirse a su más mínima expresión para que se produzca “una explosión de innovación y crecimiento”.

Bastante ilustrativo es el ejemplo del exceso de deuda estatal como fuerza motriz no solamente de la crisis financiera iniciada en 2007 (realmente comenzó a gestarse mucho antes), sino también de la recesión posterior de grandes magnitudes y alcances y de la que todavía no se sale. Sin embargo, los neoliberales no dicen una palabra sobre la conexión positivamente existente entre el aumento desmesurado de la deuda pública y el rescate de los bancos financiados con los fondos de los contribuyentes o entre la reducción de los ingresos fiscales, la recesión posterior a la crisis y el incremento subsecuente de la deuda. Es mucho más cómodo pensar en el volumen del gasto que en la calidad de las modalidades del mismo.

“El asunto clave-apunta Mazzucato-no es la cantidad de gasto público, sino el tipo de gasto. De hecho, una de las razones por las que la tasa de crecimiento de Italia ha sido tan baja durante los últimos quince años no es que el Estado haya gastado demasiado, sino que no ha gastado lo suficiente en áreas como educación, capital humano e I+D. Por tanto, inclusive con un modesto déficit en el periodo anterior a la crisis (alrededor de 4%), la proporción entre la deuda y el PIB ha ido en aumento, debido a que la tasa de crecimiento, que es el denominador de esta proporción, se ha mantenido cercana a cero”.

La autora es incisiva cuando subraya:

“El gasto en papeleo inútil, o los sobornos, tal vez no sea lo mismo que el gasto en mejoras del sistema sanitario para que este sea más funcional y eficiente, o el gasto en educación de la máxima calidad o investigación básica innovadora, que puedan alimentar la formación del capital humano y las tecnologías futuras” para convertirse, agregamos nosotros, en un gasto pilar del crecimiento económico a mediano y largo plazo.

Quizás la fuerza cobrada en los últimos años por el llamado emprendedurismo empresarial haya servido para ver de otro modo -desde el ángulo de su papel verdaderamente activo como genuino emprendedor- a ese Estado que nos describen recurrentemente como “entrometido, ineficaz, indolente, corrupto, burocrático e inercial”.

La verdadera esencia del Estado tiene dos aristas: su vocación de transformación de la sociedad (dicta rumbos, marca directrices, construye visiones, plasma estrategias en hechos prácticos) y herramienta de cambios en aquellas áreas decisivas donde la iniciativa privada se muestra timorata, indecisa y renuente, y suele ignorar los desafíos o no adoptar decisiones atrevidas por los riesgos implícitos o costes económicos. Innumerables hechos demuestran, por lo menos en los países económicamente más avanzados, que el Estado es la organización más emprendedora del mercado y la que asume inversiones de mayor riesgo.

Este planteamiento de Mazzucato está avalado, en innumerables hechos fácticos incontrovertibles.

El 75% de las nuevas entidades moleculares, aprobadas por la Food and Drug Administration estadounidense entre 1993 y 2004, retrotraen su investigación “… a laboratorios de los Institutos Nacionales de Salud estadounidenses públicamente financiados”.

El Consejo de Investigación Médica del Reino Unido descubrió los anticuerpos monoclonales, que constituyen el fundamento de la biotecnología.

La Fundación Estadounidense para la Ciencia y la Tecnología financió el algoritmo que está en la base del dispositivo de búsqueda de Google.

La primera financiación de Apple fue concedida por la empresa pública norteamericana Small Business Investment Company (Agencia de Inversión para la Pequeña Empresa).

Además, entre otros muchos ejemplos, “todas las tecnologías que componen el teléfono “inteligente” iPhone han sido públicamente financiadas: internet, las redes sin cables, el sistema mundial de determinación de posición, la microelectrónica, los dispositivos táctiles de pantallas y el recentísimo asistente personal activado por la voz, SIRI”.

Estos ejemplos, que no son únicos en su relevancia revolucionaria trascendental, vienen a explicar el importante papel de transformación que desempeña la Administración pública, capaz de soportar las incertidumbres, los largos tiempos y costes asociados a la innovación fundamental, basada en la investigación científica.

Vale la pena destacar, de modo especial mirando a nuestro Estado, que la Administración es clave en la cultura de la innovación y de la capacidad de emprender (basta recordar que la investigación y la innovación desempeñan un papel central en la Estrategia Europea 2020 para un crecimiento inteligente, sostenible e integrador).

Más que liquidar o debilitar al Estado, por tanto, requerimos una organización administrativa capaz de promover los cambios sociales, integrada por profesionales de alta calificación, preparados para la adaptación que exige su función.

Un Estado no puede priorizar la educación, la promoción intensiva de las ciencias básicas, la investigación y el fortalecimiento del sistema nacional de innovación, siempre pensando en las verdaderas bases del bienestar futuro, mediante un sistema clientelar que prioriza de hecho la ignorancia, las conveniencias electoreras, las designaciones funcionales que dejan afuera a los verdaderos talentos en los que, dicho sea de paso, con mucha frecuencia, el propio Estado ha invertido ingentes recursos.

No obstante la realidad de las ineficiencias y duplicidades de competencias administrativas, así como la excesiva burocracia, no sirven de mucho para justificar las tesis reduccionistas de lo público: ellas, en el fondo, niegan la esencia misma de la democracia que exige una adecuada organización pública. Sin un sector público institucionalmente robusto y visionario existirían más desigualdad y menos progreso tecnológico, además de una gobernabilidad vulnerable. Estamos plenamente de acuerdo con Mazzucato, cuando afirma que “la incapacidad (ideológica) para reconocer el papel jugado por el Estado en el impulso de la innovación bien podría representar la principal amenaza al incremento de la prosperidad”.

Los tiempos de globalización, de competencia basada en conocimientos y revolucionarias innovaciones, son definitivamente tiempos de más Estado, de más cooperación público-privada y de más talentos al servicio de las administraciones. El “Estado Emprendedor” implica estrategia, osadía, atrevimiento innovador, planificación y riesgo para asumir inversiones y para contratar. En este contexto, recobran toda su actualidad y sonoridad las palabras de John Maynard Keynes, cuando escribía:

“Lo importante para el gobierno no es hacer cosas que ya están haciendo los individuos, y hacerlas un poco mejor o un poco peor, sino hacer aquellas cosas que en la actualidad no se hacen en absoluto”.

Hacer las cosas “que en absoluto no se hacen”, que son las que generalmente esconden un gran potencial revolucionario, enfrenta en nuestra región el viejo obstáculo de un Estado que no sólo ha sido incapaz de “corregir fallas de mercado”, evidenciando graves ineficiencias en la “administración de lo básico”, sino también a una entidad bastante floja e “inercial” en cuanto a la creación de un “campo de juego” transparente, motivador, con normas claras y de aplicación igual para todos. Esto, sin hablar del debilitamiento progresivo de su autoridad, de su débil rol como aglutinador de voluntades alrededor de compromisos estratégicos de largo plazo llamados a empujar a las empresas al juego global y a proporcionar mayores niveles de modernización, progreso y bienestar en el orden interno.

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